Infinitas gracias a mis compañeros de viaje


Hoy quería aprovechar estas líneas para dar las gracias a MI familia adoptiva. Esos amigos (aunque ya son mucho más que eso) que he encontrado a lo largo de este duro trayecto hasta mi hijo y con los que, deseo fervientemente, seguir contando siempre.

Esos que han soportado mis lágrimas y mi desesperación; que han entendido mis momentos de silencio, cuando sólo hablar del tema rompía en pedazos mi corazón; que han aguantado horas y horas de teléfono siempre dando vueltas a las mismas cosas; que han compartido mi alegría; que han estado ahí siempre, siempre, sin fallar ni una vez.

Porque sólo los que están en el mismo proceso que nosotros son capaces de entender lo que sentimos, a veces sin necesidad siquiera de hablar porque ellos también lo han sentido o aún lo sienten en su propio corazón.

Una de las mejores cosas que me llevo de este proceso, además por supuesto de mi hijo que es la meta suprema de todo, son esas personas maravillosas. Compañeros de viaje sin los cuales quizás no hubiera sido posible acabar este extenuante camino. Seres humanos excepcionales capaces, no sólo de ofrecerte su ayuda, sino también de compartir sus propias dudas, penas ya alegrías para que sepas que no estás sólo, que no eres un bicho raro y que esos niños que tanto soñamos al final llegan a casa, después de más o menos tiempo, de más o menos trabas burocráticas, de más o menos obstáculos que saltar.

Quiero dar las gracias a todos los que han compartido conmigo las Kedadas madrileñas de adoptantes en Rusia; a mis compañeros de los foros de Adoptaenrusia y de Novosibirsk; a Lola, María Jesús y Chechu, por ser mis cicerones en esto de la adopción en Rusia; y, en especial, a mi queridísima “fitipandi” (Almu, Chus, Gonzalo, Jose, Jose Luís, Lucía, Mar y Pilar que serán para siempre los tíos adoptivos de mi Sergio).

A las que aún estáis en el camino os deseo lo mejor, que no puede ser otra cosa que la inmensa felicidad que sentimos los afortunados que ya tenemos a nuestros hijos en casa cada vez que los miramos.


Querida madre biológica


Cuando nuestros hijos llegan a casa, lo hacen llenos de heridas de todas esas batallas que han tenido que librar sin ayuda hasta que nosotros aparecimos en su vida.

Algunas son heridas físicas: retrasos psicomotores y lingüísticos, retrasos afectivos, patologías varias… todo dentro de lo que nuestros Certificado de Idoneidad denomina “enfermedades recuperables” (puesto que en mi caso no fuimos tan valientes como para aceptar pequeños con enfermedades no recuperables- crónicas). Es decir, todo tiene “arreglo” en más o menos tiempo; con más o menos medios.

Sin embargo, nuestros hijos también traen otras heridas que no se ven: las del alma. Y entre ellas la más honda de todas: aceptar que tu madre biológica te haya abandonado.

Yo pienso mucho en la madre biológica de Sergio, en la situación de la familia de origen de mi hijo. Sobre todo en lo que sentirán. Si pensarán en él. Sé que no soy la única. Un ejemplo, el de esta madre que escribió un libro pensando en ella y que tituló Cartas a Natalia.

Para mí, es una forma de aprovechar este lapso de tiempo que me ofrece la corta edad de mi hijo (las preguntas no llegarán hasta dentro de unos años) para elaborar mi propio duelo por esa madre. Intento entender su situación y, sobre todo, lo que yo siento por ella a fin de tenerlo claro cuando llegue el momento de dar explicaciones a mi hijo.

Sé que no podré ser neutra cuando hable de ella con Sergio porque no creo que la objetividad exista. Por eso quiero que lo que haya tras mis palabras sea comprensión y agradecimiento, nunca rencor o malos sentimientos. Y para llegar allí aún tengo que aprender a convivir con su fantasma.

Porque las alegrías de mi hijo son las mías, como lo son sus penas. Así que también son míos sus fantasmas.

De 0 a 100 sin epidural

En los libros y manuales de adopción se habla mucho del proceso de adaptación de los niños, de sus necesidades “especiales”, de la mochila que traen consigo… Recuerdo que una amiga que ha adoptado una niña china (que fue la persona clave para que iniciase mi proceso de adopción) me decía que el primer año era muy, muy difícil.

Lo que nunca me dijo es que el proceso de adaptación es, como la creación del vínculo, un camino de doble sentido: el pequeño se tiene que adaptar a una nueva vida (país, idioma, casa, familia…) pero los padres también. Y, amigos míos, los niños tienen una flexibilidad mental que los adultos no poseemos.

Después de haber pasado 6, 8 ó 10 años de matrimonio (o viviendo solos, en caso de los monoparentales), dedicándonos exclusivamente el uno al otro (o a nosotros mismos), el cambio resulta agotador. Pasamos de tener tiempo para aburrirnos a no tener tiempo ni siquiera para ducharnos.

Todo el mundo te lo dice: “Ufff, no sabes lo que va a cambiar tu vida”. Y tu respuesta es: “Es lo que quiero, que mi vida cambie”. Y es así. Has cumplido ya con tu etapa de salir todas las noches, de viajar hasta hartarte, de no tener horarios de comida… Anhelas fervientemente ese cambio pero, por deseado, no resulta menos duro hasta que te acostumbras a él.

Pasas de 0 a 100 en un instante, sin transición. Te subes al tren de ser madre/padre de un niño activo y no de un bebé que duerme el 75% del día. Y, para acabar de rematarlo, quieres ser la madre o el padre 10. En definitiva, entre lo duro que resulta de por sí y el listón tan altísimo que nos ponemos, somos capaces de convertir los primeros meses en un infierno.

Si a eso le añades que, los que han tenido hijos biológicos, no entiendan por qué estás tan agobiado (puesto que ellos sí han pasado por la fase “bebe” que es la que la naturaleza ha creado como proceso de adaptación para padres) puedes llegar a sentirte fatal contigo mismo, como le ocurría a un amigo mío que (¡pobre iluso!) pensaba que eso sólo le pasaba a él.

Realmente, es una pena que, al igual que hay manuales sobre la adaptación de los niños no los haya también sobre adaptación de los padres. Al menos tendríamos claro lo que se nos viene encima, que todo el mundo pasa por ello y nosotros no somos bichos raros, por qué estamos de mal humor y nos mostramos un poco más ariscos con esos hijos por los que tanto hemos luchado, por qué a veces lloramos a escondidas por algo tan insulso como que el niño hoy no me obedece o no se ha comido el plato de sopa.

Así estaríamos un poco más preparados para ello. Sabríamos que es cuestión de tiempo que todo pase, que nuestra adaptación (la de los adultos) termine y seamos esos padres que todos hemos soñado tanto con tiempo con ser.

Mientras tanto, nos conformaremos con algunas claves sobre lo que los técnicos llaman depresión postadopción (y que para mí es, simplemente, adaptación de los padres adoptivos).

Mamá adoptiva ≠ Supermamá

Hoy se cumplen tres meses del día en que llegamos a España con Sergio. ¿Qué cómo me siento? Pues, principalmente, abrumada y agobiada. Eso no quiere decir que no sea feliz (creo que nunca en mi vida he sido tan feliz como lo soy ahora) pero tengo la permanente sensación de no tener manos suficientes para atender todo lo que tiene que ver con el pequeño.

Durante los dos años y 10 meses que ha durado nuestro proceso de adopción en Rusia, hemos tenido que demostrar por activa y por pasiva que seríamos buenos padres, que estábamos super-preparados para ello y que no teníamos ninguna duda en lo que respecta a la crianza de un niño. Tantas veces lo he repetido y nos han puesto a prueba que, al final, acabé teniendo interiormente el concepto de ser una especie de “super-mamá”: la persona más preparada y más apta del mundo para ser madre, conocedora de todas y cada una de las necesidades de un niño adoptado (cómo fomentar el vínculo, cómo hablarle de sus orígenes…), concienciada para sobrevivir a las tormentas más duras…

Por fin llegué a casa. Comenzaba esa vida que tanto había deseado y me sentía repleta de energía. Todo era un no parar. Yo, que acostumbraba a comer cualquier cosa, ahora dedicaba horas al día a preparar los más “exquisitos” manjares para mi niño, a elaborar un menú equilibrado, a salir a la compra y, en definitiva, a mantener una casa. A eso se añadía, por supuesto, el sacar al niño al parque y a la piscina, cambiarle, jugar con él, bañarle… En definitiva, levantarse a las 8 y acostarse a las 12 de la noche sin parar ni un instante.

Parecía que las fuerzas no iban a acabarse nunca pero lo hicieron, aunque yo no me di cuenta hasta más tarde. Cada vez tenía menos paciencia con el niño y con mi marido, estaba huraña todo el día, perdía los nervios con facilidad. Hasta que un mediodía rompí a llorar desconsolada simplemente porque el niño no comía el puré. Parecía que el mundo se hundía y, al final, resultó que lo único que necesitaba era un descanso. Una tarde para mí y mi marido, con el niño en casa de mi hermana y las cosas se veían de otro color.

Ahora estoy en el proceso de intentar no presionarme tanto para ser la madre perfecta, la “super-mamá”. He aprendido que, cuando se es madre, también hay que aprender a pedir ayuda. Que salir una tarde sin el niño no es ser una mala madre adoptiva (independientemente de que lleve aquí sólo un mes, tres meses o dos años). Que si tú no estás bien es imposible que el niño/a lo esté. Y que buscar nuestro espacio no es dejar de atender a nuestros hijos sino mejorar la calidad de lo que les damos.

Así que mi humilde consejo es que no volváis con vuestros hijos pensando que estáis preparadas para ser madres 24 horas al día /365 días al año sino con una agenda con los teléfonos de quien pueda ayudaros a seguir siendo también personas además de madres.